martes, 5 de junio de 2007

LA NOCHE ETERNA


A continuación os dejo con un breve relato (que ya fue publicado en mi primer intento de blog) de esos que tienen como finalidad hacer más inquietante la medianoche. Pretende ser, a mi estilo, un pequeño homenaje a la literatura de Poe por parte de este humilde servidor. Un homenaje, repito. Ni que decir tiene que no se me pasa por la cabeza igualarlo.

LA NOCHE ETERNA

Abro los ojos. Lentamente. El paisaje de negrura que, hasta ahora, inundaba mi conciencia va asumiendo un tenue halo de claridad que, poco a poco, da forma y delimita los contornos de lo que existe a mi alrededor. No veo con nitidez, sólo percibo siluetas, bultos, formas indeterminadas. Me esfuerzo por recobrar la visión. Como en ese fugaz y veloz instante en que te despiertan con prisa porque no ha sonado el despertador y se te hace tarde. Ese momento donde se solapan sueño y vigilia dejando tu visión acorralada entre dos mundos, luchando por volver a la realidad. Ese momento en que Morfeo y Hera se disputan la propiedad de nuestra pobre existencia. Niños que codician un mismo juguete. Espero unos pocos segundos. Las formas se hacen cada vez más claras pero no del todo diáfanas. Como si un pliego de papel vegetal se hubiera fundido amorosamente sobre nuestra realidad terrenal. Aún así agradezco el despertar. El amanecer es siempre signo de esperanza para el ser humano. Es preferible una limitada percepción de un entorno difuminado al vasto piélago azabache de nuestra inconsciencia.

No tengo claro dónde estoy. Ni tan siquiera dónde debería de estar. Apelo a mis recuerdos pero no consigo llegar hasta ellos. Es raro. Pero más rara todavía es esa sensación de falta de preocupación que me invade. Perdida la noción del tiempo y casi la del espacio. Lo más insólito es que no siento un gran desasosiego por mi evidente sensación de dispersión, de falta de ubicación. Al contrario. Es una extraña tranquilidad la que me acoge en estos momentos. Extraña por hacerse presente en un momento de incertidumbre y extraña por no saber de dónde procede.

Me reconozco sentado. Con las piernas estiradas y la espalda apoyada en una superficie lisa. Un recuerdo irrumpe en medio de mis pensamientos. El único recuerdo. El hombre del traje gris. ¿Dónde estoy?... siento miedo de repente. La tranquilidad que me rondaba comienza a esfumarse poco a poco como un ejercito en retirada... Tabaco. Necesito tabaco. Eso era lo que quería aquel hombre. Yo no lo tenía. Recuerdo las palmas de mis manos sudorosas rebuscando en los bolsillos. Temblorosas. De nuevo la mirada de aquel hombre se entromete en mis recuerdos. Abarcándolo todo. Aquellos ojos casi felinos. Amarillos. Vidriosos. No tengo tabaco. Ayer acabé el último paquete. No sé qué contestarle. Percibo el miedo. Mi negativa es un mal augurio. Y lo sé porque lo siento. El miedo no se razona. Se siente. Se huele. Como efluvios de vómito y alcohol. No lo ves venir. Entra siempre por la puerta de atrás. Esa puerta que en nuestros más remotos sueños siempre olvidamos cerrar. Ese punto vulnerable de nuestro sistema de defensa frente a lo desconocido. Ese desespero que se apodera de nosotros cuando, victoriosos, pensamos que el miedo está fuera de nuestra casa y, a modo de flash, recordamos, acto seguido, esa puerta de atrás... la que nunca cierra bien. La que adopta la forma de vieja cancela chirriante y sin cerrojo. La que nos conduce al desván a través de un alargado pasillo iluminado pobremente por una sola bombilla cuya luz tintinea. Esa puerta al final de un corredor donde danzan las sombras. La que deja abierta una posibilidad a lo desconocido, a lo terrible. Esa puerta que te deja cada noche pensando. La puerta por la que escapa nuestra seguridad.

Hace frío. Lo percibo como sensación pero no me molesta. Advierto una ligera claridad en el ambiente. Aprecio el cielo. Ya puedo verlo. Debe ser de madrugada. Esa hora fría y mágica que precede al alba. Esa hora dónde se materializan los más prodigiosos sueños de las hadas o las intenciones más negras del mismísimo infierno.

Unos primerizos rayos de sol se dejan ver tímidamente, como pidiendo permiso. Estoy cansado. Muy cansado. Pero en el fondo vuelve a brotar en mi una indescriptible sensación de bienestar. En cuanto encuentre fuerzas suficientes para levantarme volveré a casa. Si es que la tengo. Todavía no alcanzo a recuperar mis recuerdos. Sólo sé... sólo sé que anoche salí para tomar unas cervezas... debí acabar borracho y por eso he pasado la noche en este lugar, es la única explicación. Mi visión ya alcanza a pecibir las farolas de la calle donde me encuentro. No con toda su definición, pero reconozco el espectro de luz que irradian. Evidentemente está amaneciendo. Lo sé porque no se las ve con esa luz clara que destaca y alumbra en la nocturnidad sino con el breve reflujo amarillo que permanece en ellas un tiempo antes de apagarse. Una hilera de luces amarillas. Como luciérnagas. Como aquellos ojos. Un estremecimiento recorre mi cuerpo al recordar, de nuevo, a aquel hombre. El hombre del traje gris. Lo recuerdo mirándome... sí, en la barra del bar. Su imagen llega cada vez más clara. Al fin parezco estar despertando verdaderamente de este letargo. Su imagen me da miedo. Es lo que más temo en este mundo. Y yo no tengo tabaco. Eso es lo que él me pedía. Estaría más tranquilo si pudiera ofrecerle un cigarrillo. Su agobiante expresión no se me va de la cabeza. Alto y delgado. Aunque el adjetivo sería más bien largo. Embutido en un viejo traje gris, raído, sucio. De unos cuarenta años. La piel gastada, envejecida prematuramente. Una barba pelirroja enmarañada a juego con su cabello sucio. El cabello de Judas. Las manos grandes y trabajadas. Como las de un labrador. Las uñas negras. Podría pasar por cualquier mendigo de los que abundan en la ciudad. Pero algo temeroso envolvía aquella extraña figura. Algo que salía de sus ojos... amarillos. Daba la impresión de no ser humano. Imponía el respeto de quien se sabe frente a un... animal. Había algo animalesco en su acecho, en sus formas. En aquella mirada cazadora, salvaje. En aquellos extraordinarios ojos amarillos... reptilianos. Aquel hombre estaba borracho. Era inconfundible el vidrio aguado de aquellos ojos. Rezumaban alcohol. No sé de dónde cobra vida ese recuerdo. Debe ser producto de mi imaginación... aunque en el fondo sé que ese hombre existe, ha estado frente a mí, lo conozco...

Pasa el tiempo, yo diría que las horas. La luz del sol va cobrando protagonismo en este pequeño espacio de mi limitada existencia. Ahora puedo ver la calle en la que me encuentro, aprecio cada vez más sus formas. Ya veo las farolas con total nitidez. Se alinean formando una mediana que separa ambos sentidos de circulación. A ambos lados de la carretera se alzan, en hileras, los cenicientos edificios de nuestra ciudad. Monumentos a la fealdad que sólo debemos a la funcional arquitectura de nuestro siglo y a la permanente acción y devastación de los tubos de escape. Ahora empiezo a tomar conciencia... estoy en mi calle... mi vieja calle. Más aún. Me encuentro sentado en mi portal. Justo debajo del portero automático. Apoyada mi espalda en la pared. A mi derecha la puerta de mi bloque. Definitivamente debí tomar varias copas de más. Caminaría borracho, tambaleándome. Y al final me desplomé derrumbado en mi mismo portal sin fuerzas para subir a casa. Eso debió pasar. O quizá olvidé las llaves. No pude entrar y a mi ebria condición no le importó pasar la noche en el portal. Intento incorporarme pero no puedo. Me duele un poco el pecho... aunque no estoy seguro. Es extraño. Sé que me duele pero no siento el dolor. Como esa sensación mezcla de invulnerabilidad, somnolencia y bienestar que produce la anestesia. Imagino que será fruto de haber pasado la noche en la calle. Una mala postura.

Me escuecen los ojos. Algo sobrenatural se ha apoderado de mi entorno. O de mi mente. Luces. Miles de luces inundan el paisaje urbano donde me encuentro tendido. Destellos que van y vienen. Fogonazos de luz que irrumpen en mi pupila para después perderse y, en una fracción de segundo, volver a aparecer de nuevo. Luces de colores. No es la luz blanca y natural que la naturaleza irradia con los primeros rayos del alba. Se trata de una luz artificial. Sacada de contexto. Tecnológica. Metálica. Mi confusión se acentúa a raíz de las innumerables sombras que danzan al efecto de cada destello tecnicolor. Una lluvia de colores que se encienden y se apagan. Similares a los descritos en los relatos del fenómeno O.V.N.I. Comienzo a sentir miedo. Retazos de lo que verdaderamente está pasando. Un frío que no es de este mundo se apodera poco a poco de mi cuerpo. De cada miembro. De cada órgano. Casi al instante aparecieron aquellas sombras. Los hombres de azul. Había por lo menos cuatro o cinco. Alguno quieto, como acechando, alerta, vigilante. Los demás como buscando algo alrededor de mí. Casi ajenos a mi presencia. No puedo decirles nada. El miedo ha paralizado todos los músculos de mi cuerpo. Uno de esos hombres azules se separa del resto y me dirige su atención. Sigo sin poder moverme. Al instante, como salidos de su cara, me dispara una serie de haces luminosos que se van derramando como lluvia lenta y fina sobre mi cuerpo, mientras las luces de colores siguen invadiendo la zona cada vez con más intensidad. Algo nuevo entra en escena. Los hombres de azul dejan lo que sea que estuvieran haciendo y vuelven su rostro a una misma dirección.

Cuatro nuevas sombras se acercan. Con paso autoritario. Los hombres de azul se dirigen hacia estos nuevos visitantes. En un principio temo por ellos. Se van acercando a mí. Vienen a por mí. El miedo crece insoportablemente. Ahora veo algo mejor. Dos de ellos escriben algo y hablan con el tercero. El cuarto personaje se dirige hacia mí. Lo tengo delante. Se agacha. Extiende su mano. Su dedo. Me roza el cuello. Y fue en ese mismo instante, al roce de la yema de su dedo contra mi piel, cuando la comprensión de esta funesta y aparentemente sobrenatural realidad, se derramó sobre mí como un jarro de agua fría. Sentí una punzada en el pecho. Parecía dolor... pero evidentemente no me dolía. Por vez primera fui consciente de la palidez cadavérica de mis manos. De mi extrema rigidez que yo atribuía al cansancio o a la resaca. De la mancha carmesí que se extendía a lo largo y ancho de mi camisa blanca y que confluía en un punto central del pecho. Instintivamente quise llevar mi mano allí... pero no pude. Tampoco pude gritar. Ni siquiera articular palabra. Y entonces acabé por comprenderlo todo. Las luces azules y rojas que emanaban de las sirenas instaladas en los coches patrulla. El uniforme azul de los miembros del Cuerpo Nacional de Policía. La recogida de los vestigios, tendentes a esclarecer los hechos, que pudieran quedar a mi alrededor y el flash del irremediable reportaje fotográfico. Y por último los cuatro hombres que cerrarían la diligencia de levantamiento del cadáver: el juez, el secretario, el funcionario de auxilio... y el que, por último, se dirigió a mí... el médico forense. Y antes de que la noche eterna se derramara sobre mí con su implacable negrura fui consciente de la historia de aquella noche.

Salí del bar. Serían las dos de la madrugada. Me había despedido de mis amigos y me dirigía a casa. Ya cerca de mi portal advertí una sombra que se acercaba de frente por la misma acera. A la luz de las farolas lo distinguí. Era aquel pobre borracho que habíamos visto mis amigos y yo minutos antes en el bar. Cabello y barba pelirroja. Sucio y despeinado. Un viejo traje gris raído y pasado de moda. Efluvios de alcohol a metros de distancia. Aceleré el paso para llegar a mi portal pero él hizo lo mismo. Me asombré de su extraordinaria agilidad a pesar del estado en que se encontraba. Saqué las llaves de mi portal pero cuando las dirigí a la cerradura me di cuenta que lo tenía frente a frente. Nos miramos los dos. Hasta ahora sólo había sentido la molestia propia de quien se quiere quitar un borracho de encima pero, al mirarlo a los ojos, sentí miedo. Aquellos ojos amarillos, líquidos... aquella mueca de desdén y arrogancia no presagiaba nada bueno. En aquel momento fui consciente del peligro. Con gesto rápido me cogió el brazo, con la fuerza de una tenaza, al tiempo que se dirigía a mí.
-¿Tiene usted un cigarro amigo?...
Tanteé los bolsillos con la palma de la mano empapada en sudor, temblorosa.
-Lo siento caballero, no me queda nada... -dije tragando saliva e intentando aparentar seguridad. Él acentuó su mueca, como una hiena ante su presa.
-Pues si no tiene tabaco deme ahora mismo todo lo que lleve encima, deprisa.
En un segundo fui consciente de la situación. Su garra atenazó mi brazo con más fuerza. Pude haberle dado todo. Pero en aquel momento aposté por la resistencia. Quise zafarme. Un movimiento brusco, un empellón. Un breve forcejeo hasta que el brillo metálico de su mano libre se hundió definitivamente en mi pecho sin ninguna misericordia.


El Trovador Errante

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