domingo, 17 de junio de 2007
Y USTED... ¿CON QUÉ POIROT SE QUEDA?
sábado, 16 de junio de 2007
PON UN ANILLO EN TU VIDA
Para qué sirve un rincón del coleccionismo si no es para enseñarlo... pues ahí va. Una visión general de mi humilde colección de El Señor de los Anillos, dentro de la cual, y sin contar los libros en varias ediciones, los de ilustración, las figuras en miniatura, los deuvedés con las versiones extendidas y alguna cosilla más, destacan los siguientes elementos:
- El Libro Rojo de la Frontera del Oeste.
- Andúril, Llama del Oeste, espada de Aragorn, que originariamente, antes de ser forjada de nuevo, fue Narsil, espada de Elendil, que cortó la mano de Sauron.
- Hadhafang, u Hoja de Multitudes, espada de Arwen, que fue de su padre Elrond en la Batalla de Dagorlad y que, se dice, pudo pertenecer a la Princesa Idril de Gondolín, madre de Eärendil, el Marino, padre del propio Elrond.
- Dardo, espada élfica de Bilbo, que luego fue de Frodo.
- Vara de Saruman.
- Colgante de Arwen, Estrella de la Tarde.
- Diadema de Arwen, que fue usada en la ceremonia de coronación del Rey Elessar.
- Yelmo de Guerra del Rey Brujo de Angmar, jefe de los Nazgûl.
- Busto y estatua de Arwen.
- Estatua de Sauron, el Señor Oscuro, el Señor de los Anillos.
El Trovador Errante
viernes, 15 de junio de 2007
LA COMUNIDAD DEL ANILLO: EL PUENTE DE KHAZAD-DÛM
J. R. R. Tolkien
jueves, 14 de junio de 2007
LA MALA PUBLICIDAD Y PILAR RUBIO
Guapa, pero no artificial. Sensual, que no ordinaria. Nada de delgadez extrema. Muestra una imagen enloquecedoramente saludable. Con más curvas que la carretera de la Alpujarra. Y, por lo que se ve, la tía es simpatiquísima, lo cual es raro conjugándose las cualidades anteriores. Si ustedes gustan, pueden seguir su periplo como reportera en la Sexta.
Hasta aquí he hablado de lo que entra por la vista. Irrebatible. Pero, además, si la escuchas hablar, da la sensación de tener una cabeza bastante bien amueblada. No es que yo tenga el placer de conocerla, pero me parece una muchacha bastante inteligente. Aunque, así de primeras y a bocajarro, yo no la querría para jugar al Trivial precisamente.
No se crean ustedes que es la típica torda provocativa, chula, prepotente, y pusilánime que no ve más allá de sus, innegables, encantos. Nada más lejos de la realidad. Por si fuera poco, la tía es medio roquera. Toma castaña. Nada de David Bisbal, Bustamante o la puta que los parió. Ole, ole y ole. Dan ganas de que se acerque a ti y te diga aquello de: - Cántame una canción al oido… y te pongo un cubata… ¡Guapa!
La vi por primera vez en un anuncio donde jugaba al billar en un bar. Su elegante pose hacía que sus lindas posaderas taparan una pequeña televisión que retransmitía un partido de fútbol que era visualizado, a su vez, por tres o cuatro zagales. Entonces ella, con esos ojos de gata que Dios le ha dado, y al darse cuenta de que estaba en medio, los mira y, con una dulce voz, no sé si de ángel o de diablo, les dice: - ¿Molesto?...
El anuncio hacía publicidad de… ¿un coche?... ¿una colonia?... sinceramente, ¿para qué les voy a engañar?... si les digo la verdad, no me acuerdo.
miércoles, 13 de junio de 2007
SILVIO RODRÍGUEZ... LA VIDA

LA VIDA
La vida de un pájaro en vuelo,
la vida de un amanecer,
la vida de un crío
de un bosque y de un río,
la vida me ha hecho saber.
La vida del sordo y del ciego ,
la vida que no sabe hablar,
la del triste loco,
la que sabe a poco,
la vida me ha hecho soñar.
La vida voraz que se enreda,
la vida que sale a jugar,
la vida consciente que queda,
la vida que late en el mar.
La vida que brota de un muerto,
la vida que no se murió,
la de los desiertos,
la de un libro abierto,
la vida me ha hecho cual yo.
La vida que alumbra en el trueno,
la vida final de un adiós,
la vida goteando de un seno,
la vida secreta de un dios.
La vida que pende de todo,
la vida de cada emoción,
la vida en exceso,
la vida de un beso,
la vida me ha hecho canción.
(Del disco "Rodríguez")
Silvio Rodríguez
martes, 12 de junio de 2007
JUEGO DE VILLANOS
una cara de monstruo horrible,
esperó y esperó detrás de una esquina,
salió al fin de la sombra como un trozo de sombra
y el niño huyó más rápido que su propio alarido.
Entonces la muerte se puso otra cara,
una vieja cara de mendigo,
esperó y esperó enfrente de la iglesia,
extendiendo la mano y gimiendo su pena
y el niño no supo que hacer con su piedad.
Entonces la muerte se puso otra cara,
una cara de mujer hermosa,
esperó y esperó con los brazos abiertos,
tan maternal, tan fiel, tan persuasiva
que el niño quedó inmóvil de susto o de ternura.
Entonces la muerte sacó su última cara,
una cara de juguete inocente,
esperó y esperó tranquila en la buhardilla,
tan quieta, tan trivial, tan seductora
que el niño le dio cuerda con una sola mano.
Entonces la muerte se animó despacito,
más traidora que nunca y le corto las venas
y le pinchó los ojos y le quitó el aliento
y era lo único que podía esperarse,
porque con la muerte no se juega.
martes, 5 de junio de 2007
LA NOCHE ETERNA

Abro los ojos. Lentamente. El paisaje de negrura que, hasta ahora, inundaba mi conciencia va asumiendo un tenue halo de claridad que, poco a poco, da forma y delimita los contornos de lo que existe a mi alrededor. No veo con nitidez, sólo percibo siluetas, bultos, formas indeterminadas. Me esfuerzo por recobrar la visión. Como en ese fugaz y veloz instante en que te despiertan con prisa porque no ha sonado el despertador y se te hace tarde. Ese momento donde se solapan sueño y vigilia dejando tu visión acorralada entre dos mundos, luchando por volver a la realidad. Ese momento en que Morfeo y Hera se disputan la propiedad de nuestra pobre existencia. Niños que codician un mismo juguete. Espero unos pocos segundos. Las formas se hacen cada vez más claras pero no del todo diáfanas. Como si un pliego de papel vegetal se hubiera fundido amorosamente sobre nuestra realidad terrenal. Aún así agradezco el despertar. El amanecer es siempre signo de esperanza para el ser humano. Es preferible una limitada percepción de un entorno difuminado al vasto piélago azabache de nuestra inconsciencia.
No tengo claro dónde estoy. Ni tan siquiera dónde debería de estar. Apelo a mis recuerdos pero no consigo llegar hasta ellos. Es raro. Pero más rara todavía es esa sensación de falta de preocupación que me invade. Perdida la noción del tiempo y casi la del espacio. Lo más insólito es que no siento un gran desasosiego por mi evidente sensación de dispersión, de falta de ubicación. Al contrario. Es una extraña tranquilidad la que me acoge en estos momentos. Extraña por hacerse presente en un momento de incertidumbre y extraña por no saber de dónde procede.
Me reconozco sentado. Con las piernas estiradas y la espalda apoyada en una superficie lisa. Un recuerdo irrumpe en medio de mis pensamientos. El único recuerdo. El hombre del traje gris. ¿Dónde estoy?... siento miedo de repente. La tranquilidad que me rondaba comienza a esfumarse poco a poco como un ejercito en retirada... Tabaco. Necesito tabaco. Eso era lo que quería aquel hombre. Yo no lo tenía. Recuerdo las palmas de mis manos sudorosas rebuscando en los bolsillos. Temblorosas. De nuevo la mirada de aquel hombre se entromete en mis recuerdos. Abarcándolo todo. Aquellos ojos casi felinos. Amarillos. Vidriosos. No tengo tabaco. Ayer acabé el último paquete. No sé qué contestarle. Percibo el miedo. Mi negativa es un mal augurio. Y lo sé porque lo siento. El miedo no se razona. Se siente. Se huele. Como efluvios de vómito y alcohol. No lo ves venir. Entra siempre por la puerta de atrás. Esa puerta que en nuestros más remotos sueños siempre olvidamos cerrar. Ese punto vulnerable de nuestro sistema de defensa frente a lo desconocido. Ese desespero que se apodera de nosotros cuando, victoriosos, pensamos que el miedo está fuera de nuestra casa y, a modo de flash, recordamos, acto seguido, esa puerta de atrás... la que nunca cierra bien. La que adopta la forma de vieja cancela chirriante y sin cerrojo. La que nos conduce al desván a través de un alargado pasillo iluminado pobremente por una sola bombilla cuya luz tintinea. Esa puerta al final de un corredor donde danzan las sombras. La que deja abierta una posibilidad a lo desconocido, a lo terrible. Esa puerta que te deja cada noche pensando. La puerta por la que escapa nuestra seguridad.
Hace frío. Lo percibo como sensación pero no me molesta. Advierto una ligera claridad en el ambiente. Aprecio el cielo. Ya puedo verlo. Debe ser de madrugada. Esa hora fría y mágica que precede al alba. Esa hora dónde se materializan los más prodigiosos sueños de las hadas o las intenciones más negras del mismísimo infierno.
Unos primerizos rayos de sol se dejan ver tímidamente, como pidiendo permiso. Estoy cansado. Muy cansado. Pero en el fondo vuelve a brotar en mi una indescriptible sensación de bienestar. En cuanto encuentre fuerzas suficientes para levantarme volveré a casa. Si es que la tengo. Todavía no alcanzo a recuperar mis recuerdos. Sólo sé... sólo sé que anoche salí para tomar unas cervezas... debí acabar borracho y por eso he pasado la noche en este lugar, es la única explicación. Mi visión ya alcanza a pecibir las farolas de la calle donde me encuentro. No con toda su definición, pero reconozco el espectro de luz que irradian. Evidentemente está amaneciendo. Lo sé porque no se las ve con esa luz clara que destaca y alumbra en la nocturnidad sino con el breve reflujo amarillo que permanece en ellas un tiempo antes de apagarse. Una hilera de luces amarillas. Como luciérnagas. Como aquellos ojos. Un estremecimiento recorre mi cuerpo al recordar, de nuevo, a aquel hombre. El hombre del traje gris. Lo recuerdo mirándome... sí, en la barra del bar. Su imagen llega cada vez más clara. Al fin parezco estar despertando verdaderamente de este letargo. Su imagen me da miedo. Es lo que más temo en este mundo. Y yo no tengo tabaco. Eso es lo que él me pedía. Estaría más tranquilo si pudiera ofrecerle un cigarrillo. Su agobiante expresión no se me va de la cabeza. Alto y delgado. Aunque el adjetivo sería más bien largo. Embutido en un viejo traje gris, raído, sucio. De unos cuarenta años. La piel gastada, envejecida prematuramente. Una barba pelirroja enmarañada a juego con su cabello sucio. El cabello de Judas. Las manos grandes y trabajadas. Como las de un labrador. Las uñas negras. Podría pasar por cualquier mendigo de los que abundan en la ciudad. Pero algo temeroso envolvía aquella extraña figura. Algo que salía de sus ojos... amarillos. Daba la impresión de no ser humano. Imponía el respeto de quien se sabe frente a un... animal. Había algo animalesco en su acecho, en sus formas. En aquella mirada cazadora, salvaje. En aquellos extraordinarios ojos amarillos... reptilianos. Aquel hombre estaba borracho. Era inconfundible el vidrio aguado de aquellos ojos. Rezumaban alcohol. No sé de dónde cobra vida ese recuerdo. Debe ser producto de mi imaginación... aunque en el fondo sé que ese hombre existe, ha estado frente a mí, lo conozco...
Pasa el tiempo, yo diría que las horas. La luz del sol va cobrando protagonismo en este pequeño espacio de mi limitada existencia. Ahora puedo ver la calle en la que me encuentro, aprecio cada vez más sus formas. Ya veo las farolas con total nitidez. Se alinean formando una mediana que separa ambos sentidos de circulación. A ambos lados de la carretera se alzan, en hileras, los cenicientos edificios de nuestra ciudad. Monumentos a la fealdad que sólo debemos a la funcional arquitectura de nuestro siglo y a la permanente acción y devastación de los tubos de escape. Ahora empiezo a tomar conciencia... estoy en mi calle... mi vieja calle. Más aún. Me encuentro sentado en mi portal. Justo debajo del portero automático. Apoyada mi espalda en la pared. A mi derecha la puerta de mi bloque. Definitivamente debí tomar varias copas de más. Caminaría borracho, tambaleándome. Y al final me desplomé derrumbado en mi mismo portal sin fuerzas para subir a casa. Eso debió pasar. O quizá olvidé las llaves. No pude entrar y a mi ebria condición no le importó pasar la noche en el portal. Intento incorporarme pero no puedo. Me duele un poco el pecho... aunque no estoy seguro. Es extraño. Sé que me duele pero no siento el dolor. Como esa sensación mezcla de invulnerabilidad, somnolencia y bienestar que produce la anestesia. Imagino que será fruto de haber pasado la noche en la calle. Una mala postura.
Me escuecen los ojos. Algo sobrenatural se ha apoderado de mi entorno. O de mi mente. Luces. Miles de luces inundan el paisaje urbano donde me encuentro tendido. Destellos que van y vienen. Fogonazos de luz que irrumpen en mi pupila para después perderse y, en una fracción de segundo, volver a aparecer de nuevo. Luces de colores. No es la luz blanca y natural que la naturaleza irradia con los primeros rayos del alba. Se trata de una luz artificial. Sacada de contexto. Tecnológica. Metálica. Mi confusión se acentúa a raíz de las innumerables sombras que danzan al efecto de cada destello tecnicolor. Una lluvia de colores que se encienden y se apagan. Similares a los descritos en los relatos del fenómeno O.V.N.I. Comienzo a sentir miedo. Retazos de lo que verdaderamente está pasando. Un frío que no es de este mundo se apodera poco a poco de mi cuerpo. De cada miembro. De cada órgano. Casi al instante aparecieron aquellas sombras. Los hombres de azul. Había por lo menos cuatro o cinco. Alguno quieto, como acechando, alerta, vigilante. Los demás como buscando algo alrededor de mí. Casi ajenos a mi presencia. No puedo decirles nada. El miedo ha paralizado todos los músculos de mi cuerpo. Uno de esos hombres azules se separa del resto y me dirige su atención. Sigo sin poder moverme. Al instante, como salidos de su cara, me dispara una serie de haces luminosos que se van derramando como lluvia lenta y fina sobre mi cuerpo, mientras las luces de colores siguen invadiendo la zona cada vez con más intensidad. Algo nuevo entra en escena. Los hombres de azul dejan lo que sea que estuvieran haciendo y vuelven su rostro a una misma dirección.
Cuatro nuevas sombras se acercan. Con paso autoritario. Los hombres de azul se dirigen hacia estos nuevos visitantes. En un principio temo por ellos. Se van acercando a mí. Vienen a por mí. El miedo crece insoportablemente. Ahora veo algo mejor. Dos de ellos escriben algo y hablan con el tercero. El cuarto personaje se dirige hacia mí. Lo tengo delante. Se agacha. Extiende su mano. Su dedo. Me roza el cuello. Y fue en ese mismo instante, al roce de la yema de su dedo contra mi piel, cuando la comprensión de esta funesta y aparentemente sobrenatural realidad, se derramó sobre mí como un jarro de agua fría. Sentí una punzada en el pecho. Parecía dolor... pero evidentemente no me dolía. Por vez primera fui consciente de la palidez cadavérica de mis manos. De mi extrema rigidez que yo atribuía al cansancio o a la resaca. De la mancha carmesí que se extendía a lo largo y ancho de mi camisa blanca y que confluía en un punto central del pecho. Instintivamente quise llevar mi mano allí... pero no pude. Tampoco pude gritar. Ni siquiera articular palabra. Y entonces acabé por comprenderlo todo. Las luces azules y rojas que emanaban de las sirenas instaladas en los coches patrulla. El uniforme azul de los miembros del Cuerpo Nacional de Policía. La recogida de los vestigios, tendentes a esclarecer los hechos, que pudieran quedar a mi alrededor y el flash del irremediable reportaje fotográfico. Y por último los cuatro hombres que cerrarían la diligencia de levantamiento del cadáver: el juez, el secretario, el funcionario de auxilio... y el que, por último, se dirigió a mí... el médico forense. Y antes de que la noche eterna se derramara sobre mí con su implacable negrura fui consciente de la historia de aquella noche.
Salí del bar. Serían las dos de la madrugada. Me había despedido de mis amigos y me dirigía a casa. Ya cerca de mi portal advertí una sombra que se acercaba de frente por la misma acera. A la luz de las farolas lo distinguí. Era aquel pobre borracho que habíamos visto mis amigos y yo minutos antes en el bar. Cabello y barba pelirroja. Sucio y despeinado. Un viejo traje gris raído y pasado de moda. Efluvios de alcohol a metros de distancia. Aceleré el paso para llegar a mi portal pero él hizo lo mismo. Me asombré de su extraordinaria agilidad a pesar del estado en que se encontraba. Saqué las llaves de mi portal pero cuando las dirigí a la cerradura me di cuenta que lo tenía frente a frente. Nos miramos los dos. Hasta ahora sólo había sentido la molestia propia de quien se quiere quitar un borracho de encima pero, al mirarlo a los ojos, sentí miedo. Aquellos ojos amarillos, líquidos... aquella mueca de desdén y arrogancia no presagiaba nada bueno. En aquel momento fui consciente del peligro. Con gesto rápido me cogió el brazo, con la fuerza de una tenaza, al tiempo que se dirigía a mí.
-¿Tiene usted un cigarro amigo?...
Tanteé los bolsillos con la palma de la mano empapada en sudor, temblorosa.
-Lo siento caballero, no me queda nada... -dije tragando saliva e intentando aparentar seguridad. Él acentuó su mueca, como una hiena ante su presa.
-Pues si no tiene tabaco deme ahora mismo todo lo que lleve encima, deprisa.
En un segundo fui consciente de la situación. Su garra atenazó mi brazo con más fuerza. Pude haberle dado todo. Pero en aquel momento aposté por la resistencia. Quise zafarme. Un movimiento brusco, un empellón. Un breve forcejeo hasta que el brillo metálico de su mano libre se hundió definitivamente en mi pecho sin ninguna misericordia.
domingo, 3 de junio de 2007
XXVIII CERTAMEN DE POESÍA HUERTA DE SAN VICENTE

¿QUÉ LUCES ME ACOMPAÑAN A LO LEJOS?
¿Qué luces me acompañan a lo lejos?
¿Acaso son tus ojos de aguanieve
que en el gris manto de esta noche leve
retornan al fulgor de mil espejos?
Retinas que me dan recuerdos viejos
de todas las miradas que me debes,
pupilas que al compás de amores leves
regaron mi razón con vino añejo.
Mas esta vez los adivino ausentes,
como el rumor de un piélago desierto
que mece con cadencia indiferente
el implacable son de tu concierto
ficticio, disonante e indolente,
como el latir de un corazón que ha muerto.
viernes, 1 de junio de 2007
PARA QUE YO ME LLAME ÁNGEL GONZÁLEZ...

La vasta obra poética de este asturiano ya ha sido reconocida con multitud de galardones (Premio Príncipe de Asturias de las Letras (1985), y en 1991 el Premio Internacional Salerno de Poesía (1991), elegido miembro de la Real Academia de la Lengua Española (1996), Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana (1996), Premio Julián Besteiro de las Artes y las Letras (2001), primer ganador en el año 2004 del Premio de Poesía Ciudad de Granada-Federico García Lorca) pero, como ya dije alguna vez, seguramente habrá que esperar a que muera para que la gente hable más de él. Es lo que tiene esta tierra maldita. Cosas de España.
El poema que os dejo a continuación puede que no sea el mejor, pero tiene para mi un singular recuerdo en tanto en cuanto, si cierro los ojos, aún me parece escuchar su áspera y profunda voz recitándolo junto a Pedro Guerra en el Teatro Isabel la Católica de Granada.
El Trovador Errante
ESPERANZA
Esperanza,
araña negra del atardecer.
Te paras
no lejos de mi cuerpo
abandonado, andas
en torno a mí,
tejiendo, rápida,
inconsistentes hilos invisibles,
te acercas, obstinada,
y me acaricias casi con tu sombra
y leve a un tiempo.
Agazapada
bajo las piedras y las horas,
esperaste, paciente, la llegada
de esta tarde
en la que nada
es ya posible...
Mi corazón:
tu nido.
Muerde en él, esperanza.